No sé por qué, pero hoy me desperté recordando a estos dos amigos de la infancia. Me acompañaron por mucho tiempo, pero no solo a mí, sino antes lo hicieron con mi padre.
Sultán y Oso tienen una historia singular de cómo llegaron al cuidado de mi padre. Cuando mi padre empezó a trabajar, lo hizo en el taller de mi abuelo y ahí siempre, de vez en cuando, solía llegar el Sr. Rivas, amigo de la infancia de mi abuelo y que siempre le conseguía trabajos por aquí y por allá, con el consecuente agradecimiento de mi abuelo y su bonita comisión. Según mi padre, el Sr. Rivas era una persona muy buena y amable y siempre salía con alguna gracia. Era una persona mayor que no había perdido la chispa de la vida, que le dicen. Lo conocí en sus últimos años y en verdad era así.
El caso es que llega un día el Sr. Rivas y le pregunta a mi padre si le gustan los perros. Mi padre le contesta que sí, haciendo conversación con el señor y entonces el Sr. Rivas se saca de un bolsillo de su saco un pastor alemán chusco. Ahora, imagínense el tamaño de este perro, para que entre en un bolsillo. Mi padre, matándose de la risa, no pudo negarse a aceptarlo. Y entonces el Sr. Rivas le dice “veo que te ha gustado el perrito, toma, aquí tienes otro” y se saca del otro bolsillo un doberman chusco, más pequeño aún que el pastor alemán. Y así llegaron al taller.
Sultán, el pastor alemán, era imponente, alegre y digamos, muy serio. Oso, el doberman que hacia honor a su nombre porque era inmenso, más grande que Sultán, era juguetón, malcriado y un gran pendejo. Al principio, chicos y desvalidos como eran, le tenían miedo a todo. Mi padre agarró un guante de jebe y lo convirtió en tetillas para que mamen los perros. Así fueron creciendo y ganándose a todo el mundo en el taller y los alrededores. No le hacían caso a nadie, ni a mi abuelo, ni a los muchachos del taller, excepto a mi padre. El único que los podía poner en su sitio era mi padre, con un simple silbido.
Mi padre me contó un montón de historias de los perros, pero voy a contar aquí las que yo viví con ellos.
No recuerdo en verdad como los conocí. Era como si siempre hubieran estado allí y que nos conociéramos de toda la vida. Siempre me cuidaban y jugaban conmigo cada vez que yo iba al taller. Me iba yo solo a la tienda que estaba a la vuelta del taller y los dos perros se levantaban del suelo y me seguían, uno a cada lado. Llegaba a la tienda y me compraba mi Inka Cola y dos paquetes de galletas y me lo tomaba ahí, botella de vidrio recuerden. Los perros no se movían. Un paquete era para mí y el otro se lo daba a ellos. Si alguien se me acercaba y yo no lo conocía se enfurecían y solo Oso los gruñía. Sultán solo los miraba enseñando los dientes. Supongo que eso asustaría a cualquiera.
En las tardes una señora llevaba una fuente con sándwiches para los muchachos y ya se había hecho una costumbre. Una vez, durante la mañana habían llegado unos tubos de 10 pulgadas de diámetro y como no entraban al taller, los habían dejado afuera. En la tarde la señora llegaba al taller cuando de dentro de los tubos salieron los dos perros. Oso le dio un caderazo detrás de las rodillas a la señora y la hizo caer con todo y fuente. En menos de 20 minutos se comieron todos los sándwiches.
Sultán se dejaba jalar las orejas. Me soportaba estoicamente, hay que decirlo, cuando lo hacia. Pero una vez quise hacerlo con Oso y bueno… no fue muy inteligente que digamos. Oso me mordió el estomago. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho, se puso a temblar y salió corriendo. Luego de las curaciones del caso ya que me no me hizo mucho daño, mi papá lo llamó y vino con un miedo el pobre perro. Pero como fue mi culpa no lo castigó, mas bien lo llamó para que el perro no me tuviera miedo ni yo a él. Después seguíamos como siempre, de arriba abajo, de aquí para allá.
Me gustaba quedarme dormido en el sofá de la oficina y encontrar al despertarme a los perros durmiendo a mí alrededor. Me gustaba jugar con ellos y pasarme el día en el taller con mi padre, con los muchachos, entre los fierros, las máquinas, el ruido, el olor de soldadura y metal. Y siempre los perros, junto a mi a cada momento. Y al irme al final del día, los perros sentados ahí en la puerta del taller, como despidiéndome, mientras yo los miraba por la luna trasera del carro.
Los dejé un viernes. El Lunes mi papá no quiso llevarme al taller. Tampoco el Martes. El Miércoles me dijo que los habían envenenado. Habían querido entrar a robar al taller, donde no hay nada que robar, y los habían envenenado. Perdí un poco de fe en la humanidad ese día.
No sé por qué me he despertado hoy pensando en ellos.
Sultán y Oso tienen una historia singular de cómo llegaron al cuidado de mi padre. Cuando mi padre empezó a trabajar, lo hizo en el taller de mi abuelo y ahí siempre, de vez en cuando, solía llegar el Sr. Rivas, amigo de la infancia de mi abuelo y que siempre le conseguía trabajos por aquí y por allá, con el consecuente agradecimiento de mi abuelo y su bonita comisión. Según mi padre, el Sr. Rivas era una persona muy buena y amable y siempre salía con alguna gracia. Era una persona mayor que no había perdido la chispa de la vida, que le dicen. Lo conocí en sus últimos años y en verdad era así.
El caso es que llega un día el Sr. Rivas y le pregunta a mi padre si le gustan los perros. Mi padre le contesta que sí, haciendo conversación con el señor y entonces el Sr. Rivas se saca de un bolsillo de su saco un pastor alemán chusco. Ahora, imagínense el tamaño de este perro, para que entre en un bolsillo. Mi padre, matándose de la risa, no pudo negarse a aceptarlo. Y entonces el Sr. Rivas le dice “veo que te ha gustado el perrito, toma, aquí tienes otro” y se saca del otro bolsillo un doberman chusco, más pequeño aún que el pastor alemán. Y así llegaron al taller.
Sultán, el pastor alemán, era imponente, alegre y digamos, muy serio. Oso, el doberman que hacia honor a su nombre porque era inmenso, más grande que Sultán, era juguetón, malcriado y un gran pendejo. Al principio, chicos y desvalidos como eran, le tenían miedo a todo. Mi padre agarró un guante de jebe y lo convirtió en tetillas para que mamen los perros. Así fueron creciendo y ganándose a todo el mundo en el taller y los alrededores. No le hacían caso a nadie, ni a mi abuelo, ni a los muchachos del taller, excepto a mi padre. El único que los podía poner en su sitio era mi padre, con un simple silbido.
Mi padre me contó un montón de historias de los perros, pero voy a contar aquí las que yo viví con ellos.
No recuerdo en verdad como los conocí. Era como si siempre hubieran estado allí y que nos conociéramos de toda la vida. Siempre me cuidaban y jugaban conmigo cada vez que yo iba al taller. Me iba yo solo a la tienda que estaba a la vuelta del taller y los dos perros se levantaban del suelo y me seguían, uno a cada lado. Llegaba a la tienda y me compraba mi Inka Cola y dos paquetes de galletas y me lo tomaba ahí, botella de vidrio recuerden. Los perros no se movían. Un paquete era para mí y el otro se lo daba a ellos. Si alguien se me acercaba y yo no lo conocía se enfurecían y solo Oso los gruñía. Sultán solo los miraba enseñando los dientes. Supongo que eso asustaría a cualquiera.
En las tardes una señora llevaba una fuente con sándwiches para los muchachos y ya se había hecho una costumbre. Una vez, durante la mañana habían llegado unos tubos de 10 pulgadas de diámetro y como no entraban al taller, los habían dejado afuera. En la tarde la señora llegaba al taller cuando de dentro de los tubos salieron los dos perros. Oso le dio un caderazo detrás de las rodillas a la señora y la hizo caer con todo y fuente. En menos de 20 minutos se comieron todos los sándwiches.
Sultán se dejaba jalar las orejas. Me soportaba estoicamente, hay que decirlo, cuando lo hacia. Pero una vez quise hacerlo con Oso y bueno… no fue muy inteligente que digamos. Oso me mordió el estomago. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho, se puso a temblar y salió corriendo. Luego de las curaciones del caso ya que me no me hizo mucho daño, mi papá lo llamó y vino con un miedo el pobre perro. Pero como fue mi culpa no lo castigó, mas bien lo llamó para que el perro no me tuviera miedo ni yo a él. Después seguíamos como siempre, de arriba abajo, de aquí para allá.
Me gustaba quedarme dormido en el sofá de la oficina y encontrar al despertarme a los perros durmiendo a mí alrededor. Me gustaba jugar con ellos y pasarme el día en el taller con mi padre, con los muchachos, entre los fierros, las máquinas, el ruido, el olor de soldadura y metal. Y siempre los perros, junto a mi a cada momento. Y al irme al final del día, los perros sentados ahí en la puerta del taller, como despidiéndome, mientras yo los miraba por la luna trasera del carro.
Los dejé un viernes. El Lunes mi papá no quiso llevarme al taller. Tampoco el Martes. El Miércoles me dijo que los habían envenenado. Habían querido entrar a robar al taller, donde no hay nada que robar, y los habían envenenado. Perdí un poco de fe en la humanidad ese día.
No sé por qué me he despertado hoy pensando en ellos.